"Cenicienta" sin magia
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Lily James en su creación de Cenicienta.
Alabo en lo que vale ese interés de Kenneth Branagh, uno de los grandes intérpretes y directores de Shakespeare en la escena y en el cine contemporáneos, por bajarse de vez en cuando de esas alturas, donde le mantiene su buen hacer con las versiones de El Bardo de Avon, para darse, a ambos lados de la cámara, a retrofuturismos tan encomiables como el steampunk. Fue el realizador de Frankestein de Mary Shelley (1994) y uno de los protagonistas de Wild, Wild West (Barry Sonnenfeld, 1999), dos títulos canónicos del género. Ni su Hamlet del 96 ni su Trabajos de amor perdidos (2000) le impidieron en 2011 la realización de Thor, su aportación a los superhéroes de la Marvel, cuyo drama particular -es hijo de Odín y está en liza con su padre- le convierte el más shakesperiano de Los Vengadores.
Sin embargo, la buena voluntad y el buen hacer de Branagh no han bastado para que la versión en imagen real de Cenicienta, estrenada hace apenas unos meses, respondiera a las expectativas puestas en ella por la Disney, sus productores. Sí señor, finalizada ya su explotación en la cartelera y recién llegada a las plataformas comerciales, puede decirse que esta nueva versión -más o menos libre- del cuento tradicional del Perrault ha sido un fracaso comercial. Pero Branagh no es el responsable.
Con las mismas que la falta de una generación de realizadores del calibre de aquellos que pusieron en marcha ese Hollywood clásico que aún admiramos ha hecho que en el cine estadounidense de nuestros días se supla la auténtica emoción por la aparatosidad de los efectos especiales, la alarmante falta de argumentos originales ha convertido esa misma pantalla en caldo de cultivo para las sagas -que explotan un asunto que ha demostrado su comercialidad hasta el agotamiento- y los remakes, que no son sino una vuelta a los éxitos pretéritos. Vale todo con tal de que dé dinero. Las adaptaciones de las antiguas series de televisión -que en sus días de gloria catódica fueron la competencia directa del cine- ya constituyen un verdadero género. Como también lo son esas de los cómics de las que el Thor de Branagh es uno de los mejores ejemplos.
Todo es susceptible de pasar por el tinglado de Hollywood si sus ejecutivos estiman que puede dar dinero. Todo excepto quitarle la magia a los cuentos. A la postre, cuando se convierte a la imagen real una película que fue un éxito en su versión animada se trata de eso. 101 dálmatas (Más vivos que nunca) (Stephen Herek, 1996) y Maléfica (Robert Stromberg, 2014), como es sabido reconversiones a la carne y al hueso -si se me permite la expresión- de dos clásicas animaciones de la Disney -101 dálmatas (vv. aa. 1961) y La bella durmiente (Clyde Geromini, 1959), respectivamente- tampoco obtuvieron los resultados esperados. Ya se está rodando la adecuación a los nuevos procedimientos de Pinocho (vv. aa., 1940) y a tenor de los resultados de sus predecesoras, puede aventurarse que tampoco será esa filón de oro que se espera sea.
A mi juicio, las animaciones son mucho más dadas a los cuentos infantiles que la imagen real. Es como si aquellas viñetas que los ilustraban en las ediciones anteriores al cine cobraran vida para contarnos la peripecia de sus protagonistas. Genuina representación de ese carácter fabuloso que estas ficciones entrañan, restituirlas por las la imagen real en aras del negocio, es quitarles la magia. Ni más ni menos.
Publicado el 27 de agosto de 2015 a las 16:30.